No tengas miedo me dijo un día sin mirarme. Su voz
atravesando mi tímpano llegó
directamente a mi corazón y entramos en el nuevo día dorándonos a fuego lento.
Sus besos me transportaban a una dimensión en la que mi
cuerpo etéreo giraba en torno a un eje imaginario, mis brazos se elevaban hacia
el infinito y mis pies nunca tocaban el suelo.
Nos amamos en cada recodo sin rozarnos y de nuestros poros
brotaba la música que acompañó la danza nupcial de los pájaros.
Fue una tarde, en un paseo de volcanes y flores que nos
fundimos como si la galaxia
nos
perteneciese. Boca a boca, piel con piel.
El sol tiñó de oro nuestros cuerpos, la roca donde yacimos entró en erupción y las
semillas de la caléndula cubrieron el mar de níveos paracaídas plumosos.
La marea subió y nos recordó que éramos humanos. Entre risas
recogimos nuestras sandalias y atravesamos corriendo la senda que nos conducía
a la fortaleza, nuestra última parada. Sabíamos que éramos minúsculas motas de polvo en el mapa
del universo, pero al mirarnos sentimos que éramos bellos gigantes en los que
no cabía nada que no fuera amor.
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