Traduciendo los sentimientos

lunes, 17 de diciembre de 2012

UN ÁRBOL DE NAVIDAD

Teníamos un árbol de Navidad que era un pino, gigante y vivo. Le colgué bolas de todos los colores y tamaños y sus luces se iluminaban como vuestra sonrisa.
Era una crueldad cortar un ser vivo para lucirlo en la casa y luego, dejarlo morir en el contenedor más próximo. Antes de eso, se quedaba en casa, sin adornos, muchos, muchos días. Lo regaba, lo mimaba pero al final, sus acículas acababan cayendo una tras una y se amontonaban en el recogedor, secas, sin vida.
Tuvimos otro árbol, de tamaño mediano, sintético y de un verde reluciente. Coqueto como no hubo dos. Lo adorné con lacitos en tonos rojizos y dorados y manzanas brillantes, de esas a las que dan ganas de dar un mordisco. De las que la bruja ofreció a Blancanieves.
Una gran estrella coronaba su cima y un  niño Jesús dormido en una cáscara de nuez recordaban el hecho por el que estar felices.
Más tarde, el rincón cambió, el decorado cambió, las risas cambiaron y las miradas se hicieron mayores, quizá se hicieron mayores precipitadamente, no lo sé.
Tuve otro árbol, se montaba en tres partes diferentes, un armatoste. Lo llené de bolas doradas y cintas rojas. De bolas rojas y cintas doradas y siempre, siempre, siempre, unos enanitos se dejaban ver por entre las acículas artificiales. Permanecían el Niño Jesús en su nuez y la Estrella guía.
Las luces, al encenderse y apagarse, me traían la risa de otros tiempos y lejos de alegrarme, la nostalgia me invadió.
Hoy, vuelvo a estrenar árbol. Lo disfrutaremos en directo o en fotografías. Estará impreso de todas las vivencias y se encenderá cada vez que os de, que me deis un beso.

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