De
ella imponía su mirada transparente y su boca apretada siempre dispuesta a
escupir fuego sobre la felicidad ajena.
Tenía
la dama ácida, sin embargo, un porte majestuoso y sus pasos medidos a
milímetro, hacían retumbar las losas del pavimento. Su dedo acusador se movía
vertiginosamente como un látigo de domador, arrancando de raíz lenguas y
cabezas.
En
algún lugar de su corazón alguien sembró cizaña y creciendo desmesuradamente
ahogó la semilla de mostaza que,
moribunda, abandonó su cuerpo cuando aún era una niña. Nunca más creció en ella
nada que fuera bello. La soberbia se adueñó de sus entrañas y creció tanto allí dentro, que pugnaba por salir
a través de sus orificios corporales. La delataba su olor, acre y nauseabundo.
Donde
vio amor quiso sembrar celos. Donde riqueza, necesidades. Donde salud,
pústulas.
Después
de un largo bagaje, un día encontró en ella todo lo que quiso para los demás:
enfermedad, desamor y tristeza.
La
dama enfermó una tarde de primavera. La soberbia, fiel compañera, yacía a su
lado. Erguida e impasible, no perdió el hielo de su mirada ni aun cuando el aliento
exhalado por su boca anunciaba a gritos la muerte.
Finalista Concurso Pecados Capitales. EDITORIAL DeFoto
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