Compró un
buen coche con dieciocho, fue padre a los veintiuno y su propio jefe a los
veintisiete.
En su casa
no faltaba nada gracias a él, que se
levantaba cada día a las siete y paraba apenas una hora para comer.
Aquella
avería se estaba complicando más de lo deseado cuando un suceso imprevisto le sacó de su rutina.
Un hombre de
pie frente a una pila de libros, hablaba en voz alta.
Él lo miró
con curiosidad, con descaro, con sorna.
Es mi novia, dijo el hombre señalando el teléfono, leo
las sinopsis y luego, elegimos uno.
Aunque la tarde
caía y la luz no acababa de llegar, él leía
con vehemencia, paladeando cada frase.
El
electricista arqueó las cejas.
Pensativo e incrédulo volvió a
sus cables y un chispazo inesperado encendió, por fin, las luces de la librería.
En el camino de vuelta a casa lamentó haber reducido su vida al trabajo. Echó de menos algo, pero no supo qué, tendría que sentarse a averiguarlo, cuando tuviera tiempo.
Días después
volvió vestido de calle, paseaba y decidió acercarse a aquel escaparate. Allí estaba de nuevo aquel hombre. Continuaba leyendo, parecía que no
se hubiera ido nunca de allí. Lo observó con curiosidad mientras él, leía, callaba, escuchaba y sonreía.
Hubiera querido comprar el libro que él tenía en sus manos pero sabía que no era el libro lo que le daba la paz que exteriorizaba.
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