Traduciendo los sentimientos

martes, 3 de abril de 2012

SIN EDAD

Sentada en una silla hacía sus labores de ganchillo, no le gustaba el sofá, le provocaba un malestar en la zona lumbar que le era desagradable por lo que prefería estar derechita en su silla que era muy confortable, nada que ver con las de otros tiempos.
A su lado, en un sofá de color verdoso, su marido miraba la televisión sin verla, pensaba en cosas que le hubiera gustado hacer y que no había hecho, a veces porque no se había sentido acompañado por ella, otras por su propia apatía o tal vez debido a esa sensación de incertidumbre que da lo desconocido. Lo que no sabía él, es que detrás de sus ojos concentrados en la labor, ella pensaba más o menos lo mismo.
Se habían acostumbrado de tal modo a convivir que ya no se preocupaban de decir las cosas en alto¡ para qué, si se entendían sin palabras!
 Qué bello fue darse cuenta la primera vez, que la complicidad les hacía pensar en las mismas cosas casi a la vez. Sin embargo, le dieron tanto espacio a lo sobreentendido que lo que había que entender realmente, se quedaba en el aire y ninguno de los dos se atrevió a romper, en su momento, esa complicidad para decir: ya se que sabes que te quiero pero, quiero decírtelo aunque lo sepas. ¿Será que sonaba muy redundante la frase? o ¿Será que la cotidianidad enfría las palabras hasta el punto que, congeladas, pierden el significado?
Se levantó el hombre, ella siguió sus pasos con el pensamiento, ni siquiera tenía que mirarlo para saber donde iba, era la hora de su paseo, ya lo estaba imaginando buscando los zapatos de lluvia y desde su posición delante de la labor le dijo en voz alta donde tenía que buscarlos, le recomendó de paso que cogiera un pañuelo limpio y se pusiera el jersey de algodón, que aunque era primavera las temperaturas habían descendido. Aunque no estaban en el mismo lugar, ella vio el gesto exasperado de él y él vio como ella le recriminaba sin abrir la boca, simplemente porque no agradecía que se preocupara por él y él lo único que quería era el poquito de espacio que nunca había tenido, primero porque tuvo que trabajar para sacar adelante el proyecto de vida en el que se habían embarcado y después porque cuando el proyecto de vida funcionaba se había dado cuenta de que había mil y una cosa que no compartía con su ella, porque tenían distintos puntos de vista y diferentes aficiones. No sabía él que ella estaba pensando lo mismo, un poco de espacio.
La conversación tejida con gestos y silencios cesó cuando el hombre tropezó con la pata trasera de la cama y cayó de bruces contra las losetas de color rojizo elegidas por ella, frías y duras como un tempano, a él le gustaba más la madera. Lanzó un grito ahogado al que siguió un gemido, ella se levantó de un salto, el ovillo rodó por el suelo llegando antes que la mujer al lugar donde él se encontraba tumbado y retorciéndose de dolor. Al contemplar ella su rostro sin sangre y dos lágrimas de dolor a punto de salir de sus varoniles ojos, agazapada a su lado lo besó repetidamente, hacia tanto tiempo que no lo besaba tanto que sus labios despertaron del letargo y aprovecharon el momento para hablar, para decir lo que hacia mucho no decían porque la complicidad, la fastidiosa complicidad se había hecho con un sitio privilegiado en sus vidas. Después de arrullarlo entre sus brazos, después de susurrarle palabras amorosas, después de comprobar que estaba bien, le ayudó a levantarse, pero antes, él la sorprendió diciéndole lo importante que era para él y cuánto la quería, se cuestionó qué haría sin ella y le dijo que era todo lo que un hombre puede desear.
Después del fortuito y bienvenido tropezón, no se quedaría tranquila si no le acompañaba hoy a dar su paseo. En el camino recuperaron algunas anécdotas divertidas, ella se sintió como si hubiera recuperado la belleza del día en que se besaron por primera vez. Él sintió que no todo estaba perdido porque siempre había estado acompañado por la persona que una vez eligió, la persona a la que amaba, con quién descubrió el significado de la palabra complicidad.

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