http://www.youtube.com/watch?v=Id9XNgRX_fc
Erase una vez un hombre que vivía en un ruidoso piso de la avenida principal de una gran ciudad. Estaba tan acostumbrado al bullicio y a las luces que era capaz de dormirse en medio del día con las ventanas abiertas de par en par.
Una tarde como tantas fue a dar su paseo habitual, las temperaturas habían subido considerablemente y lamentó no haberse informado antes. Se sintió mal y se sentó en un banco del parque. Se escuchaban tantas noticias sobre golpes de calor, que temió por su vida. Cuando se encontraba allí, a la sombra de una falsa acacia, se sintió como si estuviera totalmente solo en medio del más absoluto silencio. Le invadió un sentimiento de paz tan extraordinario que no quiso moverse del lugar en el que se encontraba, tanto así que pasó más de dos horas en la misma posición; las piernas estiradas con los pies cruzados uno sobre otro y los brazos hacia atrás, recostados sobre el banco. En ese tiempo se hizo muchas preguntas, se recriminó su actitud ante ciertas actuaciones del pasado, se culpabilizó por el daño que hubiera podido causar a las personas que quería. Repasó su piel y sus ojeras, contó sus canas y las arrugas de su frente, sintió el dolor de sus articulaciones y respiró el aire consciente de que lo hacía. Notó las pulsaciones de su corazón en su sien y aguzó sus sentidos hasta el punto de sentir como las pequeñas bolitas rojas de la acacia caían del árbol, despidiendo un olor ácido, frenadas levemente por el aire de la tarde que caía sobre el banco de enfrente.
Nunca antes se había escuchado tanto a sí mismo, nunca antes se había reconocido tan bien sin necesidad de espejo ni de personas en las que reflejarse. Ni siquiera se movió para quitarse del pelo aquellos frutos que sintiera aterrizar sobre su pelo.
Cuando, con los pies entumecidos por la postura mantenida, se levantó para tomar el camino de vuelta, ya no era el mismo, se sentía ligero y quería diluirse en el aire de la tarde y en el agua de la fuente que, por cierto, solo estaba encendida los fines de semana.
No esperó al ascensor, subió las escaleras de dos en dos, alegre e impaciente, deseando compartir su vivencia con aquella mujer de la que estaba enamorado y que debía estar ya preocupada por su tardanza.
Llamó a la puerta con los nudillos, enérgicamente, llamó y esperó que su sonrisa, como cada día, lo acogiera, seguro de que ella siempre lo reconocería aunque fuera ya un hombre diferente y nuevo.
Se miraron y como ya sabía, no tuvo que decir nada, una maleta roja con ruedas pequeñas lo esperaba junto a ella.
Salieron de la mano felices sabiendo que este era el momento que estaban esperando.
Sin rumbo, sin tiempo y sin edad, gozaron del resto de la vida diluidos en los colores de la naturaleza.
No esperó al ascensor, subió las escaleras de dos en dos, alegre e impaciente, deseando compartir su vivencia con aquella mujer de la que estaba enamorado y que debía estar ya preocupada por su tardanza.
Llamó a la puerta con los nudillos, enérgicamente, llamó y esperó que su sonrisa, como cada día, lo acogiera, seguro de que ella siempre lo reconocería aunque fuera ya un hombre diferente y nuevo.
Se miraron y como ya sabía, no tuvo que decir nada, una maleta roja con ruedas pequeñas lo esperaba junto a ella.
Salieron de la mano felices sabiendo que este era el momento que estaban esperando.
Sin rumbo, sin tiempo y sin edad, gozaron del resto de la vida diluidos en los colores de la naturaleza.
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