Traduciendo los sentimientos

miércoles, 8 de agosto de 2012

DANIEL

Sólo tenía diecisiete años cuando se enteró de una manera brusca y fría de que iba a perder a su madre.
La incredulidad y el espanto más absoluto llenaron sus ojos de llanto, un llanto sin lágrimas en sus ojos de un azul transparente. Aliso su pelo lleno de rizos rebeldes y las llevó luego a los bolsillos de su pantalón vaquero, desgastado y roto, de rabiosa actualidad.
A una hora inexacta para mi memoria cogió su bicicleta y emprendió un camino sin retorno a casa. Llegó al hospital siendo un niño mimado y se fue como un anciano lleno de arrugas de expresión, triste e impotente expresión, encogido por el brutal zarpazo del que nunca se repondría.
Con su padre como único y casi insoportable compañero, tuvo que aprender una nueva vida en la que el frigorífico no se llenaba solo, ni la ropa volvía limpia y doblada a los cajones como a él le pareció siempre que sucedía por arte de magia.
En cada reunión la sombra de la pena acababa por aflorar en forma de las lágrimas que no pudo derramar el día en que, viendo a su madre postrada en la cama, casi inconsciente, pensó que aún volvería a casa para llenar con su aroma los rincones de su infancia.

2 comentarios:

escuchando palabras dijo...

nice!!!

cora dijo...

Una muerte es una muerte y una madre... para siempre es una MADRE
Besos amiga