Antes de que naciera decidieron llamarla Amapola, ya habían
combinado un sinfín de veces, los nombres con sus apellidos. Los recitaban en
alta voz y los cantaban, para ver qué combinación tenía la sonoridad más bella.
El padre, Amadeo del Campo y la madre, Isabelita Alegre, estaban
exultantes de gozo al pensar en que su niña tendría la belleza de una flor
silvestre.
Amapola del Campo Alegre, susurraba Isabelita repetidas veces como
si pronunciara la letanía del Santo Rosario.
Una tarde de mediados de febrero se precipitó el parto y nació una
minúscula criatura, con evidentes señales de inmadurez. Durante un tiempo los
padres se conformaron con soñar a la vez que aprendían sus rasgos desde detrás
de los cristales, mientras las lágrimas de Isabel, que maduró en escasos días,
caían sobre el hombro de Amadeo y las de él caían una a una en su garganta,
como si de un pozo sin fondo se tratara.
Al cabo de cinco semanas en aquella pequeña urna, Margarita del
Campo Alegre floreció. El día veintiuno de marzo con la entrada de la primavera
pudo sentir por primera vez el olor de lo suyo, la fuerza de la sangre.
Después de acostar a
Amapola, Isabel sufrió un desvanecimiento y Amadeo pensó que la tensión acumulada
en estos días era responsable de la dolencia pasajera de su mujer.
Ella, sin embargo, reconoció la señal y supo enseguida, que no era
cansancio sino vitalidad lo que llevaba dentro. Tal vez, este ser que crecía en
ella, podría ser el Lirio del Campo Alegre que viniese a culminar la felicidad
que hoy los embargaba.
Mucho sufrió el chico a lo largo de su vida y jamás comprendió
como sus padres pudieron ser tan insensibles o tan ciegos.
Con su mayoría de edad adquirió también la libertad de elegir y
decidió cambiar su nombre y su aspecto, para poder ser quien siempre quiso:
Rosa del Campo Alegre.
Corrían tiempos difíciles, tiempos en los que la decisión de
Lirio, arrasó la alegría del campo y la familia desmembrada no volvió a entonar
cánticos cuyo estribillo hablara de flores.
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