De puntillas y descalza recorrí las baldosas heladas. No hallé nada donde segundos antes la vi reposando. Contrariada, me situé en el centro de la habitación y miré atentamente a un lado y otro. Arriba y abajo. En la lámpara y sobre la mesa. Nada, ni rastro del espectáculo aéreo del que poco antes había disfrutado. Sin ponerme aún los zuecos me acerqué hasta el lugar donde el cuadro en cuestión permanecía colgado, observé atentamente y de las tres flores originales dibujadas en aquel jarrón con la precisión de una mano esmerada, sólo dos se mantenían tan frescas y jugosas como el primer día, ni siquiera el polvo del tiempo había hecho mella en su belleza. Junto a ellas, una hoja caída ponía de manifiesto la huida de la tercera en discordia, la maravilla volátil que me tenía absorbida y encantada.
Un ruido rasgado y un golpe seco me hicieron girar la cabeza y posteriormente todo el cuerpo. En la pared de enfrente, portadora de la estampa de un lago en el que se podía adivinar la sombra de un sauce, obra de mi madre, estaba ocurriendo un hecho sorprendente: la flor, sin su hoja, se había lanzado al agua en un desenfrenado movimiento. La contemplé moverse como el pez más hábil por el espacio constreñido del lienzo, incansable y en repetidos movimientos fondeaba el lago y volvía de nuevo a la superficie. Pareció encontrar reposo en un espacio que separaba una roca de la orilla y entonces, se detuvo. Después de su inquieto y veloz recorrido recostó sus pétalos sobre la quietud del agua y exhausta ya, se dispuso, por fin, a disfrutar del paisaje. Nunca me fijé, mientras permaneció callada en el jarrón, en sus rotundos rasgos acuáticos.
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