Traduciendo los sentimientos

lunes, 3 de octubre de 2011

DE CORAZÓN A CORAZÓN

Después de muchos intentos por conservar el suyo decidieron que la mejor solución a sus problemas sería un trasplante. Aquello sonó duro, contundente y casi cruel pero como todo se suaviza con los días, la noticia dejó de ser inquietante para convertirse en una puerta a la esperanza. No había que darle más vueltas y por eso, aquella mañana recibió un corazón nuevo, rojo y lleno de vida. Sobrevoló vertiginosamente los océanos para llegar intacto y a tiempo.
La recuperación fue asombrosamente rápida y al cabo de unos días ya se encontraba trasteando por la casa, eso sí, bajo la mirada atenta y cariñosa de su esposo.
Ven, le decía, siéntate a mi lado y descansa. Pero ella no quería parar, ahora que sentía el tic tac o el dub lub tan nítido dentro de su pecho, quería bailar sin descanso. Se movía como si fuera una pluma. De su pecho habían desaparecido los jadeos provocados por la limitación que le imponía su corazón enfermo.
Un día descubrió que con determinados olores imaginaba situaciones que nunca había vivido, por ejemplo, cuando estaba cociendo la verdura, concretamente la col rizada, escuchaba y veía que en algún lado dentro de sí unos niños protestaban. Se dio cuenta de que cambió el gel habitual por uno de lavanda porque utilizarlo le provocaba una sensación muy agradable y la llenaba de ternura, buscaba en esos momentos a su esposo y envuelta en el abrazo de él sentía como si unas pompas de jabón explotaran en su rostro mientras escuchaba una voz maternal que tarareaba un canción infantil.
Empezaron de esta forma un sinfín de situaciones nunca antes experimentadas. Eran tan reales las imágenes y tan poco coincidentes con su niñez que empezó a sentir una curiosidad extrema por saber a quién pertenecía el corazón que le devolvió la vida.
Una noche, mientras paseaba por la playa con su esposo le confesó todo lo que le estaba ocurriendo, exponiéndole su inquietud reciente y su presentimiento cuanto menos insólito.
Él que era un hombre comprensivo y generoso, puso toda la atención en las palabras de ella y cuando hubo terminado opinó que podrían preguntar a las personas que habían hecho posible el milagro, pues no podían llamar de otra manera al hecho de caminar sin tener que pararse cada dos pasos y de reír sin que le faltara el aliento.
No sabían qué respuesta iban a obtener pero tenían conocimiento de que en algunos países no era ningún problema conocer el nombre del donante así que ¿ por qué no intentarlo?
Dos días después estaban viajando hacía una ciudad que distaba de la suya cinco horas de avión, al principio estuvieron en silencio, luego charlaron de muchas cosas y por último volvieron a quedarse mudos ante la inminente llegada a la dirección que llevaban apuntada.
Un hombre de ojos almendrados y rostro opaco les abrió la puerta, estaba extremadamente delgado y en su rostro y su cuello era notable la huella de su tristeza.
Hizo un esfuerzo por sonreír varias veces en el transcurso de la conversación pero fue en vano, la niebla empañaba su mirada y en la boca un rictus de melancolía provocó la compasión de los que telepáticamente pensaron que quizá no deberían haber ido hasta allí a remover sus recuerdos.
El hombre los hizo pasar y les invitó a sentarse, después de preguntarles si deseaban tomar algo se derrumbó sobre una silla sin atender a la petición del vaso de agua que la mujer le pidiera por favor.
Era muy guapa, dijo con voz queda, a mi al menos me lo parecía, continuó, aunque ella siempre decía que sólo era graciosa. Su risa era explosiva y cálida, prosiguió, y era tan cariñosa...
Su relato inacabado se interrumpió con la llegada de dos niños, un chico y una chica, adolescentes.
Hablábamos de mamá, dijo el hombre.
La chica pareció entusiasmada y dijo: le gustaba el jabón de lavanda y mientras lo decía, posó su mirada en una fotografía en la que una mujer sostenía a una niña pequeña enrollada en una toalla de color celeste.
El chico esbozando una sonrisa comentó que lo que menos le gustaba de ella eran sus guisos de verdura.
Sin saber por qué, la mujer se levantó de la silla, su esposo la siguió con la mirada, ella se dirigió hacía donde estaban los chicos y los besó con un sentimiento que nunca antes había experimentado.
Ellos la miraron con una mezcla de asombro y ternura después de confesarle que aquel gesto que hiciera con los brazos para atraerlos hacia sí, era el ademán más repetido y querido por ellos, el que más echaban de menos desde el día en que su madre muriese en aquel absurdo accidente casero.

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