Traduciendo los sentimientos

lunes, 9 de septiembre de 2013

PERLA

Repasó mentalmente si estaba todo en orden. Miró a su alrededor por si se dejaba algo que pudiera hacerle falta y comprobó que la puerta estuviera cerrada.
Con la taza rebosando aroma a infusión de otoño en una mano y un libro de título difícil en la otra se dispuso a subir las escaleras que la conducían al dormitorio. No sabía si leería o se quedaría contemplando la oscuridad en silencio unos segundos, esos que tardaría el sueño en secuestrarla. En el primer rellano, había dos, se paró un momento para acariciar la cabeza negra y lisa de Perla, era su manera de darle las buenas noches. Perla la miró con sus grandes ojos como cada noche y como cada noche permaneció en silencio. Al apagar la luz pensó en qué ocurriría si algún día le diera por responderle y se rió de si misma.
Perla era una mujer indígena, esbelta y elegante, representada en una figura de medio metro con túnica bermellón y vestido azul pavo, pelo rapado y aros
en el cuello.
Hablar con Perla, sonreír en su interior, la radio y su imaginación inquieta, conformaban la cuadrilla de antídotos para combatir la soledad física de diario

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