Sentado en
su silla de diario contemplaba las
paredes cuajadas de flores de su patio. Flores
en lienzo y flores en tiesto, siempre flores.
No pensaba
en nada y reflexionaba sobre todo.
Sus ojos
semicerrados a la luz de mediodía evocaban todos los sonidos que ahora
escuchaba y entonaba con dificultad.
Espesas
nubes augurando tormenta consiguieron
que abandonara, a regañadientes, su palco privilegiado frente a aquellos
pájaros coloridos de canto incansable.
Los truenos revivieron la época en que trillaba la mies
cuando aún era un niño. Truenos
precedidos de rayos fulminantes y quebrados, capaces de calcinar la vida.
Antes de que
hubiese abandonado el umbral, un aguacero violento mojó sus talones desnudos. Sentado
tras los visillos miraba al cielo con respeto. El tiempo había mitigado su
impaciencia de antaño.
En el
transcurso de la tormenta evocó fechas y sucesos, repasó su devenir y se
enfrentó a su presente. La vida,
ineludible y cruel, le había zarandeado sin piedad.
El arcoíris abriéndose
paso por encima de la barandilla que días antes pintó de verde, coloreó su pelo
níveo e iluminó sus mejillas. Su corazón suspiró y su boca esbozó una sonrisa. No había porqué volver atrás, todo estaba en
su sitio.
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