Tuve okupas
este verano en casa. Nunca pensé que podría ocurrirme a mí. Que episodio más
desagradable.
Entraron por la ventana y lo dejaron todo
perdido. Un gato, varios gatos… yo que sé. El olor nauseabundo
de su marcaje territorial ha dejado
marcado mi cerebro y mi colchón. Mi colchón, mi querido y mullido colchón, tan confortable y tan caro, ahí estaba, mancillado de orín y sexo felino.
Para qué hablar
del patio, cientos de pájaros se habían apropiado de mi higuera y sus
excrementos repartidos por todos los rincones lo habían convertido en
inhabitable.
Aun no
habíamos soltado las maletas cuando ya estábamos con la escoba en una mano, la
fregona en otra y los estropajos y las bayetas colgándonos de los bolsillos ¡No había
salfuman que pudiera acabar con tanta
inmundicia!
Si alguien
me vuelve a aconsejar que deje una
ventanita , por pequeña que sea, abierta para que parezca que hay vida dentro
de la casa, mientras estamos fuera, le
lanzaré aliento de dragón y le chamuscaré las pestañas porque a partir de ahora
preferiré proclamar mi ausencia a los cuatro vientos. Esto ha
sido un asalto a mano armada (de uñas) y
encima no puedo ir a denunciar los desperfectos ¿Acaso hay leyes aplicables a
los felinos y yo no me he enterado?
Ayer, cuando
la calma y el buen olor se habían instalado ya en mi casa, salí a dar un paseo
como premio a tanto esfuerzo y tuve que volver dos veces a la casa para cerciorarme de que
todo estaba cerrado a cal y canto y es que este episodio imposible de imaginar,
me ha marcado tanto que hasta sueño con orgías en que gatos y aves lejos de ser
enemigos, comparten los higos y la cama.
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