Siempre había un sinfín de camiones aparcados. El aspecto externo del local
tampoco me gustaba mucho, grandes letras en tonos chirriantes dominaban la
fachada. Ni un árbol, ni una macetita. Sillas de plástico verdes y amarillas
bajo un toldo ajado de color naranja y rayas blancas. Las necesidades
fisiológicas dieron un golpe de estado tremendo a mi razón y muy a mi pesar,
aparqué en un hueco que quedaba entre un camión y un autobús. Cuando entré me
hice de cruces, nunca mejor dicho, más de treinta hombres identificados por sus
alzacuellos, hablaban a gritos. Uno llevaba mitra roja. Los camioneros a su
lado parecían angelitos asustados.
Me dirigía ya al baño cuando escuché una expresión
soez que me dejó perpleja, apreté el paso, quería a toda costa pasar desapercibida.
El de la mitra se levantó y se abalanzó sobre mí. Dos de los clérigos intentaron detenerlo, pero hizo falta la intervención de los camioneros que con palabras amables y un café cargado, lograron reducirlo.
Me dirigía ya al baño cuando escuché una expresión
soez que me dejó perpleja, apreté el paso, quería a toda costa pasar desapercibida.
El de la mitra se levantó y se abalanzó sobre mí. Dos de los clérigos intentaron detenerlo, pero hizo falta la intervención de los camioneros que con palabras amables y un café cargado, lograron reducirlo.
Al abandonar, no sin ciertos
nervios el lugar, escuché como uno de los camareros explicaba que el del gorro
rojo era el novio, ya no saben que inventarse para celebrar el fin de su
soltería.
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