Traduciendo los sentimientos

martes, 30 de octubre de 2012

TRES PALABRAS Y UNA ROSA

Fue a la estación y esperó a que llegara su tren. Sobre el andén apenas había diez personas que en su mayoría paseaban de un lado a otro, mirando de vez en cuando la información de los carteles luminosos.
Retiró su pelo de la cara acomodándolo tras las orejas y miró dentro de su bolso buscando el billete comprado dos días antes, el veintinueve de noviembre. Lo encontró, después de rato interminable, entre la cartera y la funda de las gafas.
El letrero y la voz le indicaron que su tren estaba a punto de llegar así que dispuso su cuerpo en posición de alerta para tomarlo en cuanto apareciera. Siempre le provocaban inquietud los viajes.
Eligió un vagón ocupado por un matrimonio mayor y un joven con barba y bigote. Se sentó al lado de la ventanilla en el sentido de la marcha del tren. 
El revisor, que pasó pronto, intercambió con él las palabras necesarias.
Su billete por favor. Gracias
Él no profirió palabra, no le gustaba hablar con desconocidos. Se limitó a extender su billete y a recogerlo una vez le fue devuelto.
Le gustó poder disfrutar de todo el tiempo del viaje sin interrupciones, ocupado en estudiar las imágenes humanas del libro forrado con papel de color verde.
En otro lugar una mujer esperaba, no sabía qué, pero esperaba.
Sentada sobre un sofá de cuero beige, con el pelo entre las manos y los ojos perdidos en la sucesión de colores e imágenes que paseaban por el televisor, trataba de traer una idea brillante, una que la hiciera despertar del letargo.
Estaba tan absorta en sus pensamientos que se sobresaltó sobremanera cuando sonó el portero automático.
Abrió y encontró a un señor que traía un mensaje para ella. Se puso tan nerviosa que apenas si pudo firmar el acuse de recibo.
Entró en la casa y rasgó el sobre de parte a parte, sin reparar en había rasgado la nota sobre la que había escritas tres palabras y una rosa dibujada.
Sus ojos se llenaron de luz y su sangre circuló con ímpetu por su piel.
Con unos vaqueros, una camisa de algodón con flores rojas y amarillas, un jersey de color crudo, unas botas cortas de color avellana y un bolso de viaje en el que había  lo imprescindible, bajó las escaleras de dos en dos. Tomó el primer taxi que se detuvo y marchó al aeropuerto.

Era un pueblo tranquilo de costa, la brisa despeinaba su pelo, era mediodía y se había sentado en un velador en la calle. Fingía leer una revista que le había proporcionado el camarero, estaba nerviosa y su corazón se agitaba como gelatina de fresa.
Había sacado el papel rasgado y repetía las tres palabras una y otra vez, como si de un mantra se tratara. Alzó los ojos y lo vio doblar la calle, con su ropa clara, impecable. Con su cabello suelto sobre los hombros. Con su sonrisa cálida y sus brazos acogedores.
Ven, te espero.

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